In memoriam: El último incendio forestal

 España es un país proclive a los incendios forestales. Fundamentalmente de clima mediterráneo, también tienen cabida el atlántico, en la Cornisa Cantábrica y en Galicia, el subtropical en las Islas Canarias, el de alta montaña en diferentes cordilleras que atraviesan los territorios españoles e incluso el semidesértico, en ciertas zonas de la costa mediterránea y del interior. Tal variedad ha propiciado una gran cantidad de ecosistemas y una biodiversidad nada desdeñable. Precisamente, la sequedad de los veranos y las altas temperaturas incrementan el riesgo de incendio y la tendencia aumenta por la actividad humana que ha sustituido en muchos casos variedades más adaptadas al fuego por otras más cercanas a sus necesidades y deseos.
El Estado, en forma de Comunidad Autónoma, garante único y exclusivo de la seguridad del monte, ni ha podido ni ha querido ni ha sabido cumplir con sus obligaciones. Las condiciones que se dan en España son muy propicias para que las empresas acometan la extinción y sobre todo la prevención de incendios a través de la contratación directa de las mismas, o mediante seguros que cubran estos riesgos. Sin embargo, es la Administración la que desincentiva esta actividad empresarial, no tanto porque la prohíba sino porque asume un servicio que es incapaz de dar, o que lo hace de manera ineficaz. A ello contribuye la visión, muy española, de que el medio ambiente es un asunto que sólo se trabaja desde la iniciativa pública, nunca desde la iniciativa privada y nunca desde la responsabilidad personal de cuidar nuestras pertenencias. Y de esos polvos, estos lodos.
Otro aspecto relevante es el éxito del mensaje ecologista, el cambio climático, la demonización de la energía nuclear, la escasez de los recursos, el supuesto bajo costo de las energías alternativas son mensajes que han cuajado hasta el punto de que son aceptados por la mayoría sin cuestionarlos. Son las personas con mayor nivel de estudios las de mayor concienciación ecologista, lo que demuestra que la repetición del mensaje junto a su inclusión en los planes de enseñanza, es un hecho contrastable y que la educación pública, y en buena medida la privada cuyos contenidos vienen impuestos por los poderes estatales, se convierte así en una poderosa herramienta de adoctrinamiento. El ciudadano piensa que debe ser el Gobierno el que solucione los problemas medioambientales, paradójicamente dentro de la línea de no asumir las propias responsabilidades que caracteriza el colectivismo, pero además es que está dispuesto a aceptar leyes que restrinjan sus propias libertades pues tiene la certeza de que éstas suponen un bien mayor. Toda esta situación es el caldo de cultivo perfecto para justificar cualquier cambio legislativo o reglamentario que mine nuestra libertad y además con la complicidad del administrado.
La obsesión del movimiento ecologista por crear reservas naturales donde la mano del hombre quede totalmente erradicada y donde impere la "armonía de la naturaleza" nos ha jugado una mala pasada. Dicho de otro modo, las medidas proteccionistas que impedían tareas de explotación en las zonas afectadas multiplicaron el efecto de los incendios. En Ontinyent el Paratge Natural Municipal ultraprotegido de la Serra de L'Ombria-Pou Clar es buena muestra donde con facilidad han proliferado multitud de incendios en 40 años, el último el 6 de Septiembre de 2010. El segundo y más importante foco del incendio apareció a las 11 de la noche en el Pla de Ponce en el término de Bocairent. A esas horas poco se puede hacer, pero a la mañana seguiente apareció el Conseller de Gobernación y la Ministra de Defensa con unidades terrestres contra incendios para hacerse la foto y dar el golpe sobre la mesa para que nadie dudara de que la protección del monte es cosa de Estado. Centralización, protección, intervención, abanderando el fracaso.
Hay otras formas de prevenir y luchar contra los incendios aparte de invitar al fuego para luego combatirlo con medios exclusivamente públicos.
En primer lugar habría que ignorar los delirios de la fiebre ecologista y devolver a los dueños de las tierras el derecho de explotar el monte. De este modo se reestablecería el vínculo entre propiedad y estímulo a cuidar el pinar y otros entornos sujetos al riesgo de incendio.
En segundo lugar, el Estado debe evitar las ayudas indiscriminadas que perjudican el establecimiento de contratos que primen a las compañías aseguradoras para buscar nuevas formas de lucha contra el fuego.
En tercer lugar, hay que descentralizar las decisiones sobre el riesgo en situaciones como la vivida en Serra L'Ombria. A menudo son los lugareños quienes mejor saben cómo proteger su propiedad y sin embargo no se les deja participar en las labores de extinción. Cuando la solución es centralizada, un error hace que muchísimas familias se vean afectadas. En cambio, cuando se permite la competencia entre diferentes alternativas sobre cómo combatir una catástrofe como esta, surgen nuevas formas más efectivas.
El desprecio del movimiento ecologista radical por el individuo, la propiedad privada y el mercado libre les ha llevado a ignorar los incentivos. De este modo han aumentado el riesgo de incendios al igual que su oposición a los diques "artificiales" les condujo a impulsar el huracán Katrina hasta convertirlo en un cataclismo para los habitantes de Nueva Orleáns. Parece como si los ecologistas no se hubiesen dado cuenta de que, si bien el fuego es "natural", quema un montón. Claro que si lo que quema son propiedades privadas, a lo mejor hasta se alegran.

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