Alea iacta est


        La amplia alameda que concluía en el horizonte dirigió mis pasos hacia el salón de los rincones oscuros. Uniformes, gorras bien asentadas, brazos cruzados, indican la entrada a un lugar público. 

     Algunos con collares de cintas sin ribete vigilan en silencio montones de papel. Otros les observan y estos se sienten observados. Ojeos indiscretos hacen del lugar una organización observada y vigilada. 

     El celo revierte en bostezos. Es el momento. Me adelanto hacia la mesa con montones agrupados de un papel no reciclado, perfectamente alineados por alfabético nombre (nadie se escapa del orden preestablecido), tomo una, dos y hasta tres papeletas, con los ojos puestos en un desconfiado ambiente agobiado por miradas hirsutas.

     Una tela de raso y negra esconde un desordenado cajón con restos de papeles rayados y disimulos. Elijo la papeleta de mi esperanza, doblada y plisada en el sobre, carta de amor para la amada y la ciega creencia de que el futuro es más incierto.

     Con la sonrisa en los labios, aparto la cortina y descubro mi pudor, mientras me dirijo a la mesa. No hay juicio, solo reconocimiento físico, una mirada, la apertura al abismo impreciso y una palabra delatando el momento: Votó.


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