EL ALFÉIZAR

     Hubo un tiempo que las casas se alzaban con sólidos muros de protección exterior, de tal modo que, a más de proteger la vivienda de las inclemencias externas, calor sobre todo, hacían valer sus útiles para mostrar lo práctico que resultaba tener ventanas al exterior.

     Era el caso del alféizar, un sencillo elemento en una habitación con vistas, que la hacía más atractiva, algo así como más deseada, hasta el punto de referir la habitación del hotel, al menos con alféizar, si no era posible la terraza o el balcón.

     Las plantas bajas de los edificios eran habitables, quiero decir que vivía una familia y si los balconcillos no frecuentaban la fachada, sí lo hacían las ventanas, menos los grandes ventanales tan propios de la construcción renacentista y barroca; en ellos predominaban los hierros de forja con volutas y adornos que dejaban constancia de la importancia de los inquilinos de la vivienda.

     Mas los ventanucos con portecillas acristaladas y discreta cortina eran frecuentes en nuestros climas soleados. Eso sí, algunas familias solían rematar la ventana con una persianilla interior que más protegía la habitación de moscas y mosquitos en los frescos atardeceres, cuando abrías la ventana para airear los ambientes concentrados y contaminados durante el día.

     Y allí surgía el alféizar como elemento indispensable del momento. Un par de tiestos floreados adornaba la noche en el exterior de la repisa y de día daban vida al interior, si el sol hacía peligrar la planta. Sentados sobre el alféizar acompañábamos al transeúnte en su matinal saludo, leíamos o repasábamos los apuntes para el próximo examen o era el estante improvisado donde descansaban hojas manuscritas, libros de texto, novelas del Coyote, bien una radio para escuchar la música de moda, bien la taza vacía de café estimulante en el estudio.

     Era el alféizar un punto de apoyo para la escapada, habitualmente nocturna, al abrigo de la mirada de los padres, que ya dormían. O eso es lo que siempre imaginé, para dar más emoción a la huida. Una cuerda unía los goznes de la ventana para que pareciera cerrada. En realidad no éramos sospechosos de atributos delictivos ni pecaminosos, las salidas secretas eran nocturnas y nos reuníamos en cualquier esquina del parque para continuar conversaciones íntimas con algún amigo. Conversaciones de los primeros contactos con chicas, amorosas casi siempre y venturosas.

     Porque en el resquicio que dejaba el alféizar en las noches de invierno crudo, allá donde el susurro condensaba palabras de amor, fue el comienzo de muchas  relaciones de parejas futuras.

     Así, pues, fue el alféizar un elemento arquitectónico de primera magnitud en la cultura de varias generaciones, algo así como el intervalo desde la realidad del día a día y el comienzo de los sueños de adolescente transmutados hacia otra época.  

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